martes, 4 de septiembre de 2012

Ninjas en busca de la felicidad

Era de nuevo septiembre y, un año más, comenzaba el nuevo curso. Para aquél primer día, los profesores se conformaban con presentar cómo se desarrollarían cada una de las asignaturas a lo largo del curso. En ese momento era el turno de Ángel Pérez, profesor de Ampliación de Operaciones de Separación. “¡Uf, otra vez con este hombre!”, pensé.

En la hora siguiente, se introducía una asignatura de nombre extraño, en plan onomatopeya de cómic de superhéroes. Parecía interesante, por lo que me quedé a ver de qué trataba, aunque no estaba matriculado. El profesor era un hombre de origen árabe, aunque hablaba un inglés fluido.

—Si las clases se dan en inglés, hago un cambio en la matrícula, que puede ser útil ir cogiendo un poco de vocabulario —le comenté a uno de mis compañeros.

Al final me matriculé en la asignatura, aunque después descubriría que poco tenía que ver con la Ingeniería Química. Allí nos convertirían en ninjas profesionales, enseñándonos artes marciales y una estricta disciplina —aunque yo partía con algo de ventaja, debido a mis años de práctica de karate—. También nos inculcaban valores como el respeto, y era obligatorio saludarse siempre con un solemne “salaam”, tal era la costumbre en el país del profesor.

Pasado el curso, teníamos que enfrentarnos a una prueba final: deberíamos subir una pirámide en cuya cima se encontraba el secreto de la felicidad. La pirámide era de estilo maya y se encontraba en un claro de una selva. Por el camino, deberíamos combatir contra el resto de alumnos, ya que sólo uno podía conseguir el premio.

Mi primer oponente era el hijo del profesor. Lo derribé tras golpearle un puñetazo en el estómago y, una vez en el suelo, le quité las gafas y las lancé lejos de su alcance, dejándole fuera de combate al no poder ver bien.

El segundo oponente era un hombre albino musculoso de casi dos metros de estatura, intimidante. Intentaba disimular su albinismo utilizando unas lentillas azules que disimulaban sus ojos rosados. El combate fue agotador, pero finalmente vencí.

Llegué a la cima y allí estaba el profesor.

—Has llegado el primero, tan sólo tienes que atravesar la puerta para encontrar el secreto de la felicidad —me dijo.

“No puede ser tan fácil, seguro que es una trampa”, pensé. Miré la puerta y vi que le faltaban las bisagras. “No es tan importante la puerta como lo que nos permite abrirla”, recordé súbitamente. Allí estaba el secreto, en las bisagras. Las cogí de encima de la mesa de piedra donde se encontraban y las introduje en un arcón. Como si fuese lo más lógico del mundo, eché también un poco de hiedra que colgaba por las paredes y una copa de vino que había por allí. Empezaron a salir vapores y, una vez que hubo reaccionado, en el fondo del arcón sólo quedaba una pequeña caja tubular.

—Bien, has conseguido superar la última prueba —me felicitó el maestro.

De repente, en la sala, se encontraban mis padres felicitándome, nerviosos por conocer el preciado secreto. Abrí el tubo y dentro había entradas para todos los partidos del Atlético de Madrid de la temporada.

—Bien que lo vas a disfrutar, ¿verdad, papa? —le dije a mi padre, sonriente, entregándole las entradas.

Aunque no era algo que me entusiasmase, el premio me hizo bastante feliz. Entonces comprendí que el secreto de mi felicidad estaba en hacer felices a los demás.

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